La floresta de las abuelas

A mi abuela María yo la adoraba, vivía en nuestra casa y desde siempre recuerdo que me llevaba con ella al cementerio de Pereiró a ponerle flores a mi hermanita, que murió antes de que yo naciera.

Aprendí con ella a amar los cementerios, lo pasábamos bien paseando por allí, fue una manera natural de introducirme en la espiritualidad, que luego llenábamos de olores y colores con las hierbas de San Xoán. Las buscábamos por el día, las dejábamos en un barreñón a la luz de la luna, mientras nos íbamos a las hogueras, y por la mañana nos duchábamos con esa agua alunada y olorosa. Es algo que, aún ahora con mis 70 años, sigo haciendo.

Pero su sensibilidad también residía en su amor por la poesía, disfrutaba con Bécquer, Espronceda… era una gran lectora.

Por ella hubiera tenido más hijos, solo tuvo a mi padre, pero el abuelo, un hombre moderno, ya dijo que los pobres no debíamos tener hijos para que fueran esclavos.

Abuela del alma, no tengo reparos en volver a ser la niña que dormía junto a ti, me enseñaste que la vida es ligera y bella si dejamos volar nuestro espíritu.